CIUDAD JUAREZ, CRIMENES Y PECADOS
El gran amor que me une a nuestros hermanos mexicanos me lleva a promocionar este libro con mayor ahínco. Cualquier voz que permanezca en silencio es una herida más que no puede cicatrizar. Los crimenes, todavía se siguen cometiendo.
Crímenes y pecados
en
Ciudad Juárez
Víctor Bartoli Herrera nació en Ciudad Juárez, México, en 1952. Desde siempre ha vivido en esta ciudad. Se desempeñó fundamentalmente en el periodismo regional por más de 25 años. Con anterioridad, deseaba convertirse en traductor profesional, pero no consiguió ingresar al Programa de Formación de Traductores del Colegio de México por la precariedad de su español escrito. De modo que, más por urgencia que por vocación, se incorporó al periodismo. Con el paso de los años, descubrió que el análisis de la coyuntura política le atraía más y ya como periodista, continuó su trayectoria en El Novedades de Chihuahua y en la revista Contenido, en la ciudad de México.
Cuando Bartoli Herrera incursionó en literatura con la novela Mujer Alabastrina, vendió personalmente los ejemplares de su edición de autor en las calles de Ciudad Juárez. Su obra obtuvo el Premio Chihuahua y fue llevada al cine, producida por TV Azteca. El film, dirigido por Rafael Gutiérrez y Elisa Salinas, aún no se estrenó. Sufre, más bien, los vaivenes del mercado y los tanques cinematográficos de una industria que no le está tan lejos geográficamente: Hollywood. Aunque los crímenes de mujeres en Ciudad Juárez siguen conmoviendo al mundo en la actualidad. El promedio de asesinadas en los últimos diez años es terminante, una cada doce días.
Aunque esta novela no tiene como tema principal los feminicidios, sus personajes cardinales son mujeres: Chuya, Cata, Meche y Güera, se expresan en el caló característico de la frontera juarense. Mujer Alabastrina constituye un ejemplo de la narrativa contemporánea escrita por autores de la frontera.
LA NOVELA
ASÍ EMPIEZA MUJER ALABASTRINA
Un remedo de música tropical arrancó los primeros compases de la Pollera Colorá cuando La Güera, La Chuya y La Cata arribaron alborozadas a El Hawaian Club de Ciudad Juárez. La noche era tierna aún. Las tres mujeres acudían a una cita ineludible, para correrse una juerga azarosa, pero placentera. «Después de todo, hay que darle un gustito al cuerpo», se propusieron. Una mezcla enrarecida de humo de cigarrillo y perfume de poco precio les golpeó suavemente el rostro, como un leve tufillo al cruzar el umbral de la entrada.
En su interior, una muchedumbre inquieta, bañada y con sus mejores ropas encima de sus cuerpos sudorosos, se esforzaba afanosamente por divertirse, al soñarse a sí misma en un mundo más amable, bajo figuras luminiscentes y abigarradas que zigzagueaban al compás de la música por los rincones oscuros del salón de baile.
Todavía ninguna de las tres se desencandilaba, cuando La Chuya descubrió de un golpe de vista una mesa vacante. Se dirigió allá. Y una vez adueñada, convocó a gritos a sus amigas. Al reunirse con ellas, pese a la música estridente, se inició la algarabía. Sus risas rebotaban en todas las paredes. Los relatos salidos de sus bocas eran festejados por sus vecinos de mesa. Y como las tres eran ampliamente conocidas por el personal de servicio, ellos también se unían a sus bromas.
Nunca nadie las presentó entre sí; pero al cabo de los años -casi diez, por lo menos- ellas se convirtieron en amigas inseparables. «Más mugre, que uñas», bromeaban al hablar de su amistad.
Una debilidad fatal en común las unió: su afán por ser aceptadas por los hombres. «En cuanto un cabrón me habla al oído, solita abro las piernas» se lamentó La Güera, en más de una ocasión, después de un amor desventurado. Las tres eran inseparables. Quizá por ser distintas.
Para su desgracia personal, cada una debía despertarse día tras día a las cuatro de la mañana en su respectiva casa, levantarse de la cama y arrojarse agua fría a la cara para intentar volver en sí, beber una taza de café negro para calentar las tripas y, aun cuando afuera en la calle todo estaba oscuro, salir…torear el canijo miedo…Esa sensación desagradable que corroe la tranquilidad del espíritu; y que a las mujeres les palma en el vientre, como un hormigueo mórbido, cuando son abordadas por un sujeto extraño, desconocido y quien les invita a subir a vehículos en la penumbra. «Dios guarde a La Meche», decía La Chuya, al recordar a su amiga asesinada. «¿Quién iba a pensar que la iban a hallar tirada en el desierto…?»
Después de las muertas de Lomas de Poleo y El Lote Bravo, los tirones de prendas ensangrentadas y los cadáveres putrefactos que enseñoreaban durante meses la primera plana de El Diario fueron la enseñanza más persistente sobre su indefensión de mujer; ni los consejos precavidos de sus madre horadaron tanto en su mente. Pa’ellas ya nada era igual: Ciudad Juárez devino en una jungla donde a causa de su sexo, y el placer que éste le da al hombre, fueron condenadas como su presa perenne.
Pese a las vicisitudes inevitables, las tres mujeres sostenían al unísono que «nada nos vence». Ni las agotadoras jornadas en la maquiladora, cuando ellas, al igual que sus compañeros, debían estar de pie todo el santo día, apretando un tornillo idéntico, en maquiladora distinta. «Mucho menos la vida, por muy infeliz que sea…A veces hasta empalaga con sus ratitos de alegría», argumentaban.